sábado, 7 de enero de 2017

"La Juventud" de Paolo Sorrentino

Leo reconocía que sólo eran dos los motivos  por los que la noche de sábado se había decidido por aquél film, a saber, un extraordinario reparto con dos de sus actores favoritos (Harvey Keitel i Michael Caine) y especialmente por el cartel de la cinta en la que una exuberante mujer desnuda entraba en una piscina bajo la atenta mirada de los dos veteranos actores.
Nada sabía antes de ver la película en la penumbra de su pequeño salón  de Sorrentino ni de su curioso acercamiento al séptimo arte pero a medida que se iba adentrando en el relato iba descubriendo emociones recogidas, algunas recónditas y otras disimuladas, la mayoría dolorosas.

Sin duda los sinsabores de los dos ancianos protagonistas resonaron en Leo de manera extraña pese a sólo tener cuarenta años. Enfrentar la vejez y la muerte desde una vida incompleta, con objetivos inevitablemente pendientes o con heridas reabiertas a diario no resulta fácil para nadie. Uno de los protagonistas sucumbe ante todo ello mientras que el otro anciano celebra una pequeña catársis cerrando un círculo vital trágico, aunque no mucho más que el de cualquier otro ser humano.

Leo se había ido reconociendo en muchos de los diálogos y narraciones. También se había emocionado con alguna de las cuidadas imágenes, especialmente con una fantástica metáfora en la que el viejo director de cine muestra a una joven turista la forma de observar el fantástico paisaje alpino a través de un telescopio mirador a monedas: con el visor normal para ver muy de cerca lo lejano en la juventud y con el visor contrario para ver muy lejos lo cercano en la vejez.

Leo anduvo con esa imagen en la retina el resto del dia, meditabundo, analizando una a una todas aquellas partes de su vida que se veían lejanas y borrosas junto a los sueños perdidos que alguna vez había atisbado posibles, cercanos. Pese a su juventud Leo se sentía viejo y a menudo pensaba en sus anhelos juveniles, en las oportunidades derramadas sobre el mantel de su existencia. Sin trivializarlas, sentía todo ello como pequeños fracasos que, tras el mensaje de Sorrentino, se le amplificaban con dolor.

Tras finalizar el film Leo se observó detenidamente en el espejo del baño y pudo apreciar con sorpresa y contenida consternación como algunos surcos nuevos se le hundían cerca de los ojos, como esa piel de joven muchacho iba mutando en arrugas incipientes que algún día se transformarían, sin remedio, en profundos cortes. Absorto ante el espejo también se detuvo a examinar sus bíceps, antaño vigorosos y duros, así como sus hombros y torso. No se sintió invadido por la melancolía ni la tristeza; más bien una luz de realismo se le encendió con fiereza y recordó que la mitad de su vida ya era puro recuerdo y aprendizaje y que ahora debía encarar esa segunda parte con determinación, sin reprocharse los errores, alimentándose de su propia sabiduría, reconociéndose en su camino del héroe y reconectando con sus valores más profundos.  Mientras se vestía y andaba hacia la cocina para prepararse un café meditó por unos instantes sobre el ejercicio del propio funeral que Covey le había propuesto en su best seller unos años antes. Rememoró sus anotaciones hechas sólo unos tres años atrás y simplificando resultados llegó a la conclusión que tras su muerte le gustaría ser recordado como una buena persona, por amigos y familiares además de cómo alguien que ayudó a cambiar alguna pequeña injusticia del mundo.

Se sentó de nuevo en el sofá. Entre sorbo y sorbo de su expresso machiatto de máquina casera revisó sus quehaceres para el día siguiente y no encontró ni una sola acción encaminada a hacerle mejor persona o a mejorar algún pequeño aspecto del mundo. Revisó también los días siguientes de su agenda con idéntico resultado. Nada de lo que hacía a diario le encaminaba a los objetivos clave de su vida. Entre sorprendido y vilipendiado por el sistema decidió en aquél momento que algo debía morir en él en aquel instante y a su vez algo debía nacer o renacer.

Algo aturdido aunque sin caer en la histeria decidió darse una nueva oportunidad. Comprendió nuevamente que aquellas emocionadas palabras de su viejo profesor de literatura (carpe díem, tempus fugit) no eran banales y que la llegada de la madurez implicaba invariablemente el reconocimiento de haber vivido ya la mitad de la existencia asumiendo con determinación errores y sinsabores comprendiendo que aún estaba a tiempo de conseguir metas, de cumplir objetivos y de vislumbrar nuevos sueños, tal vez más realistas y viables, puede que más centrados y posibles, pero seguro que más certeros y útiles. O no.


En todo ello andaba Leo sin caer mucho en la cuenta que la mayoría de sus sueños de juventud se habían cumplido ya con creces desde hacía tiempo.