domingo, 28 de octubre de 2018

De ligue en Donosti

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El tipo de la mesa de enfrente no deja de repetir a su preciosa compañera que la inspiración existe pero hay que buscarla en el duro trabajo. Se lo repite una y otra vez como aleccionándola. Ella, de vez en cuando, coge la copa de vino con una delicadeza extrema y sin llegar a beber le dedica una leve sonrisa que no va más allá de una aprobación sumisa. Ignoro si aquella hermosa criatura reconoce en la conversación la célebre cita de Picasso aunque intuyo que no. 
El camarero me sirve una espléndida ensalada de queso de cabra justo en el instante en que ella se levanta supongo que para ir al baño. Puedo observarla detenidamente en toda su espectacularidad: vestido ceñido de color azul que muestra su figura perfecta, ni demasiado esbelta ni entrada en carnes que denoten bultos allá donde no debería haber; busto sobresaliente capaz de hipnotizar la mirada del camarero de la barra; morena latina de labios carnosos y ojos color miel que miran con suavidad y se mueven con lentitud; un movimiento de caderas sensual sin llegar a la ordinariez. Una mujer que transmite y provoca deseo inmediato. Pasa por mi lado y me roza con el brazo. Puedo oler un perfume exquisito y sutil que la rodea. Me estremezco mientras la sigo con la mirada disimuladamente notando que el resto de hombres del local también han quedado prendados por unos segundos de esa imagen.

Antes de dejar volar mi imaginación lasciva me digo a mi mismo que, aunque soltero treintañero de buen ver, ya no me apetece procurarme aventuras esporádicas que me alimenten el ego. Se trata de un pensamiento repetido hasta la extenuación especialmente en este último año en que se me han presentado sin pretenderlo demasiado unos cuantos escarceos a los que no pude negarme.

Antes que la hermosa chica vuelva a la mesa observo a su acompañante. Hombre de unos cuarenta y pico. Vestido al estilo hipster sobrevenido que da a entender una cierta inseguridad. Por lo menos no lleva barba. Bastante atractivo aunque creo que pierde por sus movimientos constantes y algo intranquilos.
Juego con mi imaginación tratando de pensar en la relación entre ambos. Por los pedazos de conversación que puedo escuchar y por las miradas y movimientos del cuerpo creo que se trata de una relación profesional dónde él tal vez  sea el jefe o bien un compañero adelantado que ha quedado con ella para orientarla y ayudarla con el fin último en mente de cepillársela a media tarde. Es evidente que nunca han intimado sexualmente. Eso se notaría claramente. Tampoco son amigos normales; las miradas elocuentes y la intranquilidad del sujeto lo demuestran con claridad. Él tiene en mente llevársela a la cama. De eso no me cabe duda.

Ensimismado en todo ello doy cuenta de mi sabrosa ensalada mientras sigo atentamente el movimiento circular de ese espléndido trasero al aposentarse de nuevo en la silla que deja entrever la gratitud desmesurada de unas nalgas trabajadas en el gimnasio al nuevo estilo importado de sudamérica. Bendita moda.
Afinando vista y oído me afano en espiar a la pareja sin tapujos. Quiero saber de sus vidas. Pretendo enterarme de quiénes son y que se traen entre manos. Tal vez en el fondo disfrutaría echando a perder el plan que el hombre se construyó. Me pregunto si tendré lo que hay que tener para intentar hacer saltar por los aires el programa del hipster cuarentón y me respondo que sí. Más bien no me respondo; me apremio. Hay algo en mi interior que me obliga a desbaratar la jugada de Asier(así se llama) para con Lucy (así la llama él para mi desconsuelo al reconocer un nombre algo sobado en el ambiente puteril, supongo).

El chuletón que me sirven me desconcierta durante unos segundos sugiriéndome que la cocina vasca es insuperable aún en lugares de su mínima expresión. Bebo enérgicamente un buen sorbo del Marqués de Riscal y sin tapujos me dirijo a Lucy para alertarla que tiene el bolso abierto; nunca se sabe. Ella me agradece el favor y me dedica una sonrisa afectuosa que respondo con una mirada de matador amateur que resulta ser punzante al darme cuenta de los segundos eternos en que nos cruzamos las miradas. Asier me da las gracias de manera obligada aunque ambos sabemos con total certeza que acaba de empezar una lucha de machos cabríos hambrientos. El tipo no es tonto y de soslayo me observa con cierta rabia contenida, esa que los hombres en fase de cacería entendemos perfectamente aunque obviamos con sutileza. 

El camarero mirón sostiene una hermosa bandeja con unos magníficos postres mientras sonríe a Lucy con expresión estúpida. Le sirve amorosamente la tarta de frutas ante el desagrado evidente de Asier y percibo que la muchacha gusta de dejarse agasajar por el género masculino aunque se trate de un espécimen algo maltrecho. Cuando Lucy agradece con una leve sonrisa la amabilidad del empleado nos cruzamos la mirada brevemente, espacio eterno en el que me da tiempo de levantar mi copa de vino para brindar con ella dedicándole un gesto amable en el que, primero sorprendida y después halagada, me responde con un "salud" acompañado de una sonrisa ilusionante que dura más tiempo del debidamente reglamentario en las leyes sociales. Es entonces cuando percibo claramente que tengo posibilidades reales de desbaratar el plan de Asier. Y él, atento, percibe la situación y empieza a sentirse algo incómodo. Lo percibo en sus movimientos cada vez más intranquilos y en las miradas cargadas de odio que me dedica. Pero yo sigo a lo mío. Esa criatura perfecta me sentaría a la perfección bajo mi cuerpo de treintañero en forma, o tal vez encima, o de lado. Sin embargo y pese a mis tics lascivos mi objetivo prioritario no es llevármela a la cama. Aunque bien mirado si se tratara de un efecto colateral yo me mostraría perfectamente dispuesto. Pero no se trata de sexo. Al menos ahora. Se trata de Asier y yo. Ambos ya intuimos el enfrentamiento y las recientes prisas del guapetón para ir saliendo del restaurante no consiguen el efecto deseado en Lucy que se va pidiendo cafés y chupitos tras los postres.

Ante el desconcierto del fornido donostiarra ella parece sentirse algo aliviada (supongo que los chupitos y el vino también ayudan) y sus palabras cada vez resuenan más altas. Su conversación ahora se orienta -hábilmente conducida por Asier- hacia las experiencias amorosas de ambos haciendo énfasis especial en todos aquellos hombres que han pretendido aprovecharse de ella, de su inocencia y candidez, y por los que se ha sentido traicionada, ha sufrido y llorado. Asier como es debido explica sus andanzas de hombre bueno y sensible, supuestamente acongojado por el trato brutal que otros hombres han conferido a Lucy, destacando sus virtudes de macho comprensivo para con las necesidades más primarias de las mujeres y recalcando la virtud del afecto y la compresión por encima de todos los valores. No puedo evitar sonrojarme y reírme interiormente al reconocer en él a miles de hombres apuestos soltando el mismo discurso naïf desde su zona testicular. Me río con tal brío que Lucy acaba girándose hacia mí, extrañada en principio aunque comprendiendo en breves segundos. Asier levanta la cabeza y me dedica una mirada de matón que me corta un poco, pero no lo suficiente. Más bien me envalentona para levantarme de mi silla y dirigirme hacia ellos para decirles que sin querer estoy escuchando toda su conversación, que pido mil disculpas, aunque me encuentro en el derecho y obligación de avisarles que la búsqueda sexual nunca es un buen sucedáneo del amor, afecto y felicidad; que deberían conectar de manera distinta, como casual y espontánea, observando el uno en el otro características y aspectos que cada uno ama, palabras, miradas y movimientos espontáneos que desembocan en deseo y ardor inesperado, que conducen sin haberlo planificado a una unión profunda que puede durar quince minutos o toda la vida pero que se sabe valiente, honda y a menudo insondable.

Ante mi provocación el hombre hipster hace ademán de levantarse de la silla, malhumorado y obcecado en su proyecto pero Lucy lo frena sutilmente con su mano derecha sin despegar su mirada clavada en mis ojos y ahora sí, lanzando mensajes corporales directos a mi persona que me acaban de dar la seguridad absoluta para sugerirle a Asier que sería mejor que empleara esa tarde para avanzar en otros proyectos distintos que no incluyeran como objeto a la joven peruana puesto que dicha mujer tiene necesidades vitales que él no puede atender por ahora.
Herido al ver que Lucy me toma la mano y sonríe con cierta connivencia se levanta y me dedica algunas duras palabras relativas a mi intromisión en una conversación ajena a lo que ella responde rápidamente con una invitación a marcharse del lugar si no sabe "comportarse". Al fin me siento algo conmovido cuando observo que Asier abandona atropelladamente el lugar con un principio de lloro masculino aunque eso no me frena en mi propósito último de llevarme a Lucy a la cama, hecho heroico que va a acontecer brillantemente - creo- previo pago de doscientos euros.