Leo
reconocía que sólo eran dos los motivos
por los que la noche de sábado se había decidido por aquél film, a
saber, un extraordinario reparto con dos de sus actores favoritos (Harvey
Keitel i Michael Caine) y especialmente por el cartel de la cinta en la que una
exuberante mujer desnuda entraba en una piscina bajo la atenta mirada de los
dos veteranos actores.
Nada sabía
antes de ver la película en la penumbra de su pequeño salón de Sorrentino ni de su curioso acercamiento
al séptimo arte pero a medida que se iba adentrando en el relato iba
descubriendo emociones recogidas, algunas recónditas y otras disimuladas, la
mayoría dolorosas.
Sin duda los
sinsabores de los dos ancianos protagonistas resonaron en Leo de manera extraña
pese a sólo tener cuarenta años. Enfrentar la vejez y la muerte desde una vida
incompleta, con objetivos inevitablemente pendientes o con heridas reabiertas a
diario no resulta fácil para nadie. Uno de los protagonistas sucumbe ante todo
ello mientras que el otro anciano celebra una pequeña catársis cerrando un
círculo vital trágico, aunque no mucho más que el de cualquier otro ser humano.
Leo se había
ido reconociendo en muchos de los diálogos y narraciones. También se había
emocionado con alguna de las cuidadas imágenes, especialmente con una
fantástica metáfora en la que el viejo director de cine muestra a una joven
turista la forma de observar el fantástico paisaje alpino a través de un
telescopio mirador a monedas: con el visor normal para ver muy de cerca lo
lejano en la juventud y con el visor contrario para ver muy lejos lo cercano en
la vejez.
Leo anduvo
con esa imagen en la retina el resto del dia, meditabundo, analizando una a una
todas aquellas partes de su vida que se veían lejanas y borrosas junto a los
sueños perdidos que alguna vez había atisbado posibles, cercanos. Pese a su
juventud Leo se sentía viejo y a menudo pensaba en sus anhelos juveniles, en
las oportunidades derramadas sobre el mantel de su existencia. Sin
trivializarlas, sentía todo ello como pequeños fracasos que, tras el mensaje de
Sorrentino, se le amplificaban con dolor.
Tras
finalizar el film Leo se observó detenidamente en el espejo del baño y pudo
apreciar con sorpresa y contenida consternación como algunos surcos nuevos se
le hundían cerca de los ojos, como esa piel de joven muchacho iba mutando en
arrugas incipientes que algún día se transformarían, sin remedio, en profundos
cortes. Absorto ante el espejo también se detuvo a examinar sus bíceps, antaño
vigorosos y duros, así como sus hombros y torso. No se sintió invadido por la
melancolía ni la tristeza; más bien una luz de realismo se le encendió con
fiereza y recordó que la mitad de su vida ya era puro recuerdo y aprendizaje y
que ahora debía encarar esa segunda parte con determinación, sin reprocharse
los errores, alimentándose de su propia sabiduría, reconociéndose en su camino
del héroe y reconectando con sus valores más profundos. Mientras se vestía y andaba hacia la cocina
para prepararse un café meditó por unos instantes sobre el ejercicio del propio
funeral que Covey le había propuesto en su best seller unos años antes.
Rememoró sus anotaciones hechas sólo unos tres años atrás y simplificando
resultados llegó a la conclusión que tras su muerte le gustaría ser recordado
como una buena persona, por amigos y familiares además de cómo alguien que
ayudó a cambiar alguna pequeña injusticia del mundo.
Se sentó de
nuevo en el sofá. Entre sorbo y sorbo de su expresso machiatto de máquina
casera revisó sus quehaceres para el día siguiente y no encontró ni una sola
acción encaminada a hacerle mejor persona o a mejorar algún pequeño aspecto del
mundo. Revisó también los días siguientes de su agenda con idéntico resultado.
Nada de lo que hacía a diario le encaminaba a los objetivos clave de su vida.
Entre sorprendido y vilipendiado por el sistema decidió en aquél momento que
algo debía morir en él en aquel instante y a su vez algo debía nacer o renacer.
Algo
aturdido aunque sin caer en la histeria decidió darse una nueva oportunidad.
Comprendió nuevamente que aquellas emocionadas palabras de su viejo profesor de
literatura (carpe díem, tempus fugit) no eran banales y que la llegada de la
madurez implicaba invariablemente el reconocimiento de haber vivido ya la mitad
de la existencia asumiendo con determinación errores y sinsabores comprendiendo
que aún estaba a tiempo de conseguir metas, de cumplir objetivos y de
vislumbrar nuevos sueños, tal vez más realistas y viables, puede que más
centrados y posibles, pero seguro que más certeros y útiles. O no.
En todo ello
andaba Leo sin caer mucho en la cuenta que la mayoría de sus sueños de juventud
se habían cumplido ya con creces desde hacía tiempo.
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