domingo, 12 de febrero de 2017

Ticking pag


De poco le servía en estos momentos que su hermano le hablara plácidamente de lo que había acontecido por su casa durante el fin de semana. No le importaba absolutamente nada del insulso monólogo al que estaba expuesto. De hecho sentía una gran tristeza cuando alguno de sus familiares y amigos hacían ese esfuerzo en balde de dirigirse a él como si estuvieran tranquilamente conversando delante de un café. Pensaba que era una situación estúpida. En el estado somnoliento en el que él mismo se ubicaba,  la única cuestión sobre la que no tuvo dudas desde el principio fue que estaba en coma. Nadie se lo había dicho y él tampoco era capaz de seguir el hilo de una conversación en su plenitud. Únicamente era capaz de escuchar frases aisladas y palabras sueltas que su propio inconsciente enlazaba en un argumento. Pronto se dio cuenta que no era normal aquella especie de naturalidad desgarrada con la que sus seres queridos se dirigían hacia él. Sólo le dedicaban monólogos sin esperanza alguna de respuesta y ello le intranquilizaba profundamente, no por la ansiedad de ser incapaz de contestar sino por que no podía concentrarse en aquello que realmente le preocupaba.
Ticking pag, ticking pag, ticking pag... resonaba en su mente y se mezclaba con las palabras de sus allegados. No recordaba mucho de como había llegado a esa situación. Por frases cogidas al vuelo que había podido escuchar sabia que un accidente de automóvil era la causa del coma pero no era capaz de recordarlo. Ticking pag. ¿Que significaban esas palabras que resonaban en su mente?
Él no lo recordaba pero el origen de todo aquello se remontaba unos ocho años atrás cuando empezó a trabajar en el centro de acogida infantil. Hasta aquel entonces había estado trabajando en diversos centros durante largas temporadas pero siempre como suplente. Esto le impedía crecer profesionalmente puesto que no podía desarrollar nuevos proyectos ni ahondar en el estudio de los chicos que trataba. Así pues entrar a trabajar allí supuso para él el inicio real de su “aventura profesional” – que era como realmente él vivía su trabajo como educador social-. Pronto se dio cuenta de las dificultades con las que iba a tener que enfrentarse. Su trabajo era muy duro. Cada día tenia que encargarse él solo de 15 niños y niñas de entre 8 y 11 años y procurarles un refuerzo escolar de calidad así como actividades de tiempo libre cargadas de elementos educativos que esos niños necesitaban tales como habilidades sociales básicas, autocontrol o desarrollo personal.
Los primeros meses fueron desastrosos hasta el punto que llegó a plantearse en más de una ocasión su profesionalidad. Su programación de actividades se iba diariamente al traste básicamente por que los pequeños estaban inmersos en una dinámica caótica en la que los insultos, puñetazos, golpes y gritos eran lo normal. La actividad más simple se convertía en una tarea titánica de llevar a cabo por la que el educador tenía que controlar previamente todas las variables y posibilidades de éxito o fracaso posibles. Así, la explicación de un juego fácil tenia que hacerse en un periodo no superior a los cinco minutos siendo este el tiempo máximo que todo el grupo de chavales podía prestar atención. Los cambios de sala debían realizarse en pequeños grupos bajo la excusa que eran “comisiones de trabajo” para prevenir una estampida de niños por el local. La recogida de juguetes al final de la tarde requería de una reunión previa para recordar las normativas. Las meriendas necesitaban de una rígida normativa para no acabar en batalla de bocadillos.
Con el paso de los meses empezó a vislumbrar mejoras relativas aunque cabria plantearse si estas eran objetivas o fruto de la acomodación del educador al grupo. De todos modos el nivel de estrés y fatiga bajó y esto le dejó más tiempo para centrarse en el seguimiento personalizado de los chicos con más dificultades. De entre estos había dos chicos muy conflictivos a los que resultaba prácticamente imposible poder controlar. Su agresividad era tal que el resto del grupo los temía profundamente.
El educador, haciendo alarde de sus cualidades proyectó un plan de trabajo individualizado para cada uno de ellos conjuntamente con los maestros de la escuela y los profesionales de los servicios sociales. Al cabo de unos pocos meses se empezaron a observar grandes avances en uno de los niños. Disminuyeron los conflictos, el chico logró verbalizar algunos de sus problemas más acuciantes, se consiguió involucrar a los padres (que hasta entonces negaban cualquier dificultad) y progresivamente se fueron consiguiendo pequeñas metas impensables unos meses atrás.
Sin embargo, con el otro niño –Isaac- no se observó ninguna mejora concreta salvo un contacto más estrecho entre este y el educador. Las conversaciones entre ambos iban en aumento pero el niño negaba sistemáticamente cualquier ayuda que se le intentara prestar y reaccionaba violentamente contra niños o adultos. Cuando los servicios sociales, los maestros y la madre ya habían tirado la toalla el educador seguía empecinado en su proyecto individual. Poco a poco y fruto del esfuerzo, chico y adulto fueron creando una relación peculiar por la que el menor expresaba sus inquietudes  solamente a su educador. Este, tenía que descifrar frases sueltas, dibujos, expresiones faciales y juegos para poder ir entendiendo poco a poco y vagamente el rico mundo interior que acongojaba al niño. Uno de los métodos expresivos preferidos por Isaac era el dibujo. A través de este, el niño conseguía sacar lo que de otros modos sólo salía a través de los puños, patadas y lloros.
Con el paso del tiempo el educador fue descubriendo veladamente los maltratos que el chico sufría en casa y el sufrimiento que le poseía el sentirse culpable del abandono emocional al que su madre le sometía. Nunca habló abiertamente con él de estos temas pero el niño se lo expresaba con los dibujos y ambos comprendían la comunicación que se traían entre manos. Cada vez más Isaac regalaba a su educador unas cuartillas menos crípticas y más claras de su situación. Todo ello provocó una mejora evidente en la ansiedad del chaval de la que el educador no podía evitar enorgullecerse.
Finalmente se llegó a un punto en que todos los bocetos eran fácilmente interpretados por el adulto – puede que por el conocimiento que este tenía ya de su personalidad o porque verdaderamente el niño quería comunicarse de verdad-.

Una tarde Isaac llegó al centro y como de costumbre le regaló a su educador una cuartilla dibujada. Acto seguido este se encerró unos minutos en el despacho para observar detenidamente la hoja. Se sobresaltó al ver que él mismo aparecía en el dibujo; todavía más, era el protagonista. Por vez primera el niño lo había dibujado a él. Confuso y un tanto aturdido guardó el dibujo en su cartera para mirarlo con detenimiento en casa.
Aquella noche tardó en dormirse. No podía sacarse de la cabeza a su propia caricatura flotando por los aires con cara de simpatía infantil con nubes rodeándole, con su nombre debajo y con unas crípticas palabras que no consiguió descrifrar: “ticking pag”. ¿De qué iba aquello? Hasta ahora el niño hablaba de sí mismo pero ahora aparecía su educador volando por encima de unos términos indescifrables. Por el conocimiento que tenia de la personalidad de Isaac, sabía a conciencia que en sus dibujos no había ni un solo detalle gratuito; todo gozaba de sentido y no había concesiones para la estética.... así pues ¿qué significaba aquello?
Los días que siguieron a este hallazgo transcurrieron con normalidad aunque no pudo sonsacarle al niño el significado del dibujo. Obsesionado con esto, el educador investigó las extrañas palabras en otros idiomas sin éxito, preguntó a colegas, invirtió el orden de las letras... no consiguió nada. Ofuscado por ello no supo observar con el detenimiento que hubiera requerido la espectacular mejora conductual del niño así como el hecho que ya no le entregó ningún dibujo más. De hecho el misterioso boceto que tenía en casa fue el último que el niño le regaló.

Fueron pasando los meses y los años. Isaac ya no vivía en aquél barrio y nada se sabía de él y aunque el educador ahora trabajaba en otros proyectos de mayor entidad no pasaba un sólo día en que no echara un rápido vistazo al dibujo que tenía colgado en la cartelera de su despacho y repasara mentalmente las palabras “ticking pag” mientras se veía a sí mismo flotando entre las nubes. Era una de esas incógnitas con las que tendría que vivir el resto de sus días.

Ticking pag, tickin pag, tickin pag... resonaba en su mente mientras sus familiares observaban su cuerpo inerte mantenido por un espectacular entramado de tubos y demás maquinaria sanitaria.

Fueron unas décimas de segundo. Sólo un despiste momentáneo a ciento cuarenta por hora con la carretera vacía. Por aquella carretera que tan bien conocía. El montón de hierro en que su coche se había convertido, su trampa mortal, todavía yacía a pedazos en el lugar del accidente y recordaba a los operarios de la fábrica que estaba justo enfrente la fragilidad de la vida humana. Estos, acongojados por el suceso, fueron los primeros en enviar una corona de flores al funeral. El director de “Ticking pag – rotuladores y pinceles infantiles –“ estuvo presente en el entierro en representación de todos ellos. Él tampoco comprendía cómo pudo perder el control del coche y venir a parar dando vueltas de campana hasta la misma puerta de su fábrica. 

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